El pino de Manara
Mientras algunos líderes opinan desde sus podios, otros regresan a sus ruinas con las manos llenas de esperanza. Este es un viaje hacia el norte de Israel, a un kibbutz casi vacío, donde un árbol en pie dice más que mil discursos.“Viví un año y medio en el hotel Nof HaKineret, en Tiberíades, subsidiado por el gobierno. Tuvimos que abandonar nuestro hogar por el peligro constante que significaba vivir en la frontera con Líbano. Al principio, debo reconocerlo, fue casi placentero: unas vacaciones interminables y regaladas. Hice amigos entrañables allí; nos unía la desgracia: nuestras casas habían sido arrasadas”.Así comenzó mi conversación con Dan, miembro del kibbutz Manara, fundado en 1943, enclavado en lo alto de la Galilea.—Pero Dan, ¿Por qué volver acá? —le pregunté, sin comprender su temeraria decisión—. La frontera sigue siendo peligrosa.—Esta es mi casa desde hace 66 años. Aquí crecieron mis hijos. Aquí está enterrada mi esposa. En estas paredes yacen todos mis recuerdos. ¿A dónde iría a mis 86 años? —sus ojos brillaban, sin duda conteniendo las lágrimas—. Ven, entra. Tomemos un café.Recorrí su casa con la mirada: paredes cubiertas de cuadros que él mismo había pintado. En un rincón, una pequeña biblioteca con las obras de Shakespeare en inglés, que me mostró con orgullo. Luego me fijé en una impresionante colección de discos de vinilo. Eligió uno de Frank Sinatra, y la voz de Frankie llenó la sala de nostalgia. Vi a mi padre por un instante, tarareando “Strangers in the Night”, sentado en su bergère, como solía hacerlo.Seguí explorando. Había cacharros de metal oxidados de todas las formas imaginables. Dan se acercó a la ventana y señaló el paisaje.—La vista al valle de Hula sigue siendo magnífica —dijo, respirando hondo—. Antes de la guerra, vivíamos aquí 270 personas. Regresamos, por ahora, solo 35. Nuestra fábrica de remolques para helicópteros fue destruida por los misiles. Solo nos quedan los gallineros… y la tierra. Pero no importa. Todo estará bien.Conocí también a Rachel, 76 años, otra kibutznikit que decidió regresar. Su casa estaba inhabitable. Al abrir lo que quedaba de su puerta, se encontró con dolorosos escombros. Los tapices, devorados por los ratones. Las paredes, ennegrecidas por las filtraciones de agua. El olor era insoportable. Durmió interminables noches con mascarilla. La reconstruyó. Hoy su hogar huele a strudel de manzana.Me pregunté si yo sería capaz de volver a un lugar así. Me avergüenza confesar mi respuesta. Luego pensé que no era tan descabellado. Es simple: renunciar es regalarles la victoria.Al dirigirme a la salida del kibbutz, me fijé en un cartel que decía: “Peligro, aquí se construye”. Jamás pensé que un letrero con semejante mensaje pudiera otorgarme tanta satisfacción.Sí, regresé a casa con el corazón apretado. Mientras descendía en mi auto, vi los bosques arrasados por el fuego. Y entonces, lo aprecié. Allí estaba, un pino, alto, intacto, con su follaje aún verde. Fue ahí que lo comprendí. Ese árbol había sobrevivido a las llamas para recordarnos lo que tarareamos en nuestro himno nacional:Que aún no se ha perdido nuestra esperanza.La esperanza de dos mil años:de ser un pueblo libre en nuestra tierra,la tierra de Sión y Jerusalén.Dan, Rachel, el pino… Todos me hablaban del mismo sentimiento. Y entonces entendí que lo que estamos viviendo no es solo una guerra de misiles, sino también de relatos.Estoy cansada, como todos los israelíes. Las divisiones internas nos han debilitado. Anhelamos el regreso de los rehenes y el fin de la guerra. Pero no a cualquier precio. No podemos permitir otro 7 de octubre.Mientras tanto, en Europa y América Latina, algunos líderes democráticos —al parecer expertos en geopolítica de sofá— nos explican desde sus podios cómo deberíamos defendernos.Macron da lecciones de diplomacia selectiva. Sánchez descubre de pronto la moral internacional. Petro y Boric, entre discursos de humanidad, parecen olvidar con quién estábamos bailando cuando se apagó la música.Ellos forman parte de una larga lista de portavoces de una causa que no comprenden. Han comprado sin filtro el relato del “Palestinismo”. Intentan convencernos de que quien no aplaude a Hamás, quien no acepta la narrativa del supuesto genocidio, del hambre planificada, del infanticidio deliberado, es un ser despreciable, inhumano.Esto ya lo conocemos: los judíos, al parecer, solo despertamos simpatía cuando estamos indefensos. Cuando nos defendemos, incomodamos.¿Saben qué? Tenemos noticias importantes para el mundo: saldremos de esta. Como lo hicimos antes. Como ocurrió frente al Imperio asirio, babilónico, helenístico, romano. Como en cada una de las guerras en que nos quisieron borrar del mapa. Esta tampoco será la excepción.Volvieron algunos de Manara. Regresaron muchos a Kiriat Shmoná y Sderot. Y volveremos todos.Me hago una última pregunta: ¿Es la resiliencia lo que define al pueblo judío?No, no lo creo.Es algo más antiguo. Más profundo. Algo que arde —como el pino— y no se deja consumir.31 mayo de 2025