Dónde están nuestros niños
Por Daniela Rusowsky, Periodista y Magíster en Antropología
Tras conseguir un lugar temporal donde hospedarnos, el paso siguiente fue matricular a las niñas en el gan, para que tuvieran una educación judía y se integraran a su nueva realidad en un entorno familiar. Comenzamos a descubrir la comunidad judía de Berlín, fragmentada entre los descendientes de judíos alemanes, los judíos procedentes del bloque de la ex unión soviética, principalmente rusos y ucranianos quienes constituían en grueso de la población comunitaria, un creciente grupo de israelíes, y un mix de inmigrantes judíos de otras latitudes.
Nuestra vivienda temporal estaba extremadamente lejos de la escuela de las niñas y me decidí a encontrar un departamento a una distancia caminable del gan y la escuela judía donde irían más tarde. El único problema era que se trataba de una de las zonas más caras de Berlín: Grunewald, famoso por sus casas antiguas y fastuosas. Parecía un reto imposible para nuestro presupuesto, y ya estaba cansada de visitar la página inmobiliaria. De pronto vi la publicación de un departamento que parecía perfecto a un precio ideal. Llamé en seguida y agendé la visita.
Ubicado en el segundo piso de una construcción de la década del 50, era mucho más pequeño que nuestra antigua casa, pero ideal para adaptarnos y hacer crecer los sueños. Rodeado por un hermoso jardín y en un tranquilo barrio residencial, había algo en el departamento que me hacía sentir cómoda. Venía una pareja entrando a verlo cuando salimos, y le dije al corredor que estábamos interesados en tomarlo.
Le dijimos que éramos una familia judía, y el agente inmobiliario comentó que el antiguo dueño del departamento también lo era, el señor Scwarzbaum, quien vivía en el piso de arriba junto a su esposa. Nos comentó también que éramos muy afortunados, porque el departamento estaba al doble del precio, pero como no lo habían podido arrendar, a modo de prueba lo bajaron a la mitad y de inmediato lo contactamos. Como si el azar o la mano divina hubiera intercedido a nuestro favor, nos aceptaron como arrendatarios.
El señor Schwarzbaum había construido este edificio de sólo seis departamentos en Trabener Strasse. Por alguna razón había vendido uno, pero evidentemente estaba arrepentido de haberlo hecho. Para todos los efectos se comportaba como si fuera el propietario. Su esposa nos decía que ella jamás lo habría arrendado tan barato y él que no lo habría arrendado a una familia con niños.
Comencé a preparar jalá los viernes, y confieso que mis primeras versiones eran muy, pero muy lejanas a las actuales. Mis jalot eran francamente malas, pero no me daba por vencida. Cada semana le llevaba una al señor Schwarzbaum y a su esposa. Las recibía con actitud hosca y malas pulgas, pues no quería saber nada de temas judíos y no participaba de la vida comunitaria.
Cerca de una año después de nuestra llegada, la salud de su esposa se deterioró rápidamente y falleció. Este deceso fue motivo de una mayor distancia de él y la colectividad judía. Había perdido a la única persona que parecía importarle en el mundo. Unos meses después lo visitó un amigo polaco, y al parecer tras esa visita se despertó sus recuerdos y su vitalidad. Lo invité a pasar pesaj con nosotros y le preparé gifelte fisch a la polaca. Cada bocado parecía revivir en él un viaje al pasado. Me esmeré en hacer recetas del área donde se crió, en la región de Galizia, en Polonia. Y funcionó, por primera vez lo vi contento, relajado, en paz.
Un día subí a dejarle algo de mi cocina y me invitó a pasar. Su departamento era amplio y lleno de antigüedades únicas. Tras la guerra se había dedicado a ese rubro y había sido muy exitoso. Nos sentamos en su living y me mostró fotografías antiguas de su familia, se subió la manga de la camisa y me mostró el número tatuado en su brazo. Me contó cómo encontró a su abuela muerta -posiblemente de un infarto- cuando los nazis llegaron a su pueblo, Bedzin. Me narró cómo 26 personas de su familia perecieron en los hornos crematorios el mismo día de su llegada a Auschwitz. Me narró en detalle cómo se salvó una y otra vez de la muerte inminente. Me prestó un libro escrito por un amigo donde se narra la experiencia de los días que pasaron juntos en el campo de exterminio más famoso de la historia. Lo escuché con atención, era un relato que no había querido narrar en décadas, pero que se sentía de pronto llamado a explicar con detalle.
Entendí por qué era un viejo cascarrabias que detestaba las voces y risas de los niños. Toda su familia, sus primos, hermanos, sobrinos, habían perecido el mismo día. Descubrí su dolor ante la certeza de que todos los niños de su pueblo, no habían logrado llegar a la adultez. Comprendí por qué los niños alemanes eran para él fuente de un dolor incalculable. Me miró y me dijo: “Dónde están nuestros niños, dónde, mientras los hijos de ellos pudieron jugar y crecer felices, dónde quedaron nuestros niños”. Yo lo miré y le contesté: “Están abajo, en este edificio, en el departamento del piso de abajo y jugando en su jardín. No nos ganaron, estamos vivos”.
No sé si esa conversación, mis jalot e invitaciones a la gastronomía del recuerdo habrán tenido algún impacto en lo que vino después. Sin duda la muerte de su esposa fue el mayor gatillante, pero al cabo de un tiempo el señor Schwarzbaum hizo varias cosas extraordinarias. Primero que nada, compró de vuelta el departamento donde vivíamos y se convirtió en nuestro casero, afortunadamente sin subir en un solo euro nuestra renta. Siempre tenía galletas y chocolates para mis hijas, y se alegraba al verlas. Hasta ese momento siempre utilizaba el nombre de Henry, pero a paulatinamente volvió a usar su segundo nombre, su nombre judío, Leon. Y lo más increíble fue que de ahí en adelante, contar su testimonio de vida se transformó en su razón de vivir.
Dio charlas en escuelas y fue entrevistado en incontables ocasiones. Decidió que tras una vida de silencio, debía dar fe de lo que había vivido para que esto sirviera de ejemplo y se hiciera justicia. En 2016 en Detmold, testificó en un juicio contra un guardia de las SS en Auschwitz, Reinhold Hanning. En 2019, fue premiado con la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania, por su rol como comunicador de su experiencia de vida . Para su cumpleaños número 100 fue recibido por el Presidente de la República Alemana, Frank-Walter Steinmeier.
La última vez que lo vi, fue en una visita a Berlín a principios del 2018, donde le relató a mi hija mayor los hechos que tantas veces había escuchado, le mostró una vez más su tatuaje, explicó cómo se lo hicieron y le mostró las fotos. Le agradezco ese gesto, porque ella será la última generación en recibir ese relato directamente de los sobrevivientes. Aunque haya sido duro para ella, fue en el fondo un regalo que le tomará algunos años comprender.
Henry León Schwarzbaum finalmente logró reencontrarse con esos niños perdidos de su memoria. Logró ver crecer a mis hijas a lo largo de los años y narró su historia a cientos de niños en escuelas alemanas. Una historia que había comenzado en Hamburgo, Alemania, en febrero de 1921, continuado en Polonia, recorrido tres campos de concentración, desafiado a la muerte en incontables ocasiones y que terminó el 14 de marzo pasado, a los 101 años, en Postdam, cuando partió al encuentro de los niños que se le anticiparon en un viaje sin retorno.